lunes, julio 21, 2008

21/07/08

ES EL SILENCIO de la calle el que mata, dejando los cuerpos moribundos cerca de los terrenos baldíos, al lado de la plaza, entre la tierra y el cielo. La calle convierte a los muertos en polvo del planeta y mi memoria, esa historia, en cenizas que flotan sobre el oscuro mar. Es allí donde todo comienza, donde la vida y la muerte juegan sus últimas cartas, pensó mientras el bus dejaba atrás la ciudad. Finalmente el sueño lo atrapó en el momento que miraba sus manos de Macbeth

El recuerdo de la gran ciudad lentamente se disuelve entre los paisajes verdes y oscuros del sur, donde los bosques absorben la vida misma, pero la soledad de aquellos parajes melancólicos son los que abren las heridas nuevamente, y no dejan que las cicatrices cierren. Allí descendió entre la neblina y ése cielo oscuro sin estrellas ni luna, que dejar ver la tristeza de una ciudad olvida por el pasar de los años. Salió de aquel terminal y caminó por las calles azarosamente, dejando atrás su vida anterior, pensando en construir algo semejante a otra. Mientras caminaba y fumaba sintió el vacío, había logrado escapar o por lo menos eso creía, pero de alguna u otra manera él sabía que no se puede huir del destino que nos consume lentamente como las llamas que envuelven a la leña.

El frío traspasaba las ropas que traía, sus manos rojas y las rodillas congeladas, no pudo caminar más de cuatro cuadras cuando vio un grupo de viejos que se refugiaban entre cartones y frazadas viejas alrededor de una fogata pequeña. Caminó hasta ellos y se sentó sin decir una palabra, sólo vio como lo miraban y como se hablando entre ellos, diciéndose al oído ha llegado otro más.

Pude ver la desesperanza en los ojos que se cubría con el humo de los diarios quemados y los cartones, las manos cubiertas de tierra y también allí estaba yo, noté que a uno le faltaba un ojo, cosa que me llamaba la atención pero trataba de no mirarlo, mi deseo no era llamar la atención sentarme allí pasar la noche y seguir, seguir nuevamente en éste viaje que no tiene fin, o tal vez alguna vez lo tuvo, pero ahora estoy solo conmigo y es lo que necesito, no necesito nada más, necesito alejarme de lo que me hace daño, para al fin encontrarme conmigo mismo, saber lo que quiero, redescubrir la esencia de mi existencia. Cuando al fin el calor llego a su cuerpo, sintió el agotamiento del viaje y lentamente sus ojos se cerraron hasta que ya no se abrieron más.

Lo despertó el frío y el ruido de matutino de una ciudad que amanece para trabajar. Estaba sólo, los viejos vagabundos lo habían dejado solo, junto a las cenizas del fuego y el olor a peste. Se levantó, recogió su mochila y caminó hacia el terminal de buses. En el eterno silencio de su caminata, pensaba, estos son los parajes que olvidan, los lugares donde el silencio domina las conversaciones, donde parece que la historia se ha detenido, un lugar donde perfectamente todos son algo y nada a la vez. Aquí es donde el frío se convierte en lo cotidiano y la lluvia es el llanto del universo. Aquí es donde las estrellas brillan, no como allá de donde vengo, donde el gris domina, y la monotonía es el acorde perfecto de una canción desesperada. Al llegar al terminal, lo vio vacío como si nunca hubiese llegado una persona, sintió la soledad del lugar. Fue a la boletería, la encontró vacía, después de eso se fue caminado y preguntando hacia donde estaba la plaza de armas, nadie le respondió. Tal vez nadie me responde por el olor a vagabundo que tengo, pensó. Caminó hasta encontrar un panadería, el cajero observó con desconfianza cada paso que dio en la tienda, desde que cogió unos panes hasta que le pidió un paté. ¿Sabes dónde puedo encontrar trabajo? Preguntó el joven, aquí no hay trabajo para afuerinos, págame y ándate, le respondió el cajero. Le pasó un billete y se fue de la panadería. Siguió su rumbo hacia el centro de la ciudad, entró a cada tienda que vio preguntado por trabajo, todos le dieron una negativa, nadie aceptaba a los afuerinos. Agotado de caminar se sentó en la orilla de la calle a ver como la transitaba por la pequeña ciudad. Pensó si no tengo trabajo tendré que volver, no viajé para esto, tal vez si voy a otro pueblo encontraré trabajo. Caminó nuevamente hasta el terminal, pero ya estaban cerrando sus puertas junto al ocaso del día. No supo que hacer, el dinero que traía no le alcanzaba para pasar un mes en una habitación por muy modesta que fuera esta. Decidió pasar la noche nuevamente en la calle. Cuando la claridad se había ido, los faroles de las calles se fueron iluminando uno a uno como piezas de dominó cayendo, las calles oscuras se fueron iluminando lentamente. Regresó al mismo sitio donde había pasado la noche acompañado de los vagabundos, pero ellos, ¿Dónde estaban? Se preguntó mientras dejaba su mochila en el suelo. Comió uno de los panes que había comprado, mientras observaba a los viejos que llegaban con sus cartones y frazadas, el cigarrillo en la boca, las manos sucias y la cara triste. Llegaron lentamente, uno a uno, como hormigas invadiendo un terrón de azúcar. El fuego que duró toda la noche, alumbró sus caras sucias y obscenas, caras que había visto la noche anterior pero ahora le parecían más despreciables, más angustiantes. Quiso huir de allí, pero el agotamiento era más fuerte, cerró sus ojos y trató de no escuchar las conversaciones nocturnas, y así lentamente el sueño fue cubriendo su cuerpo, como si estuviera cayendo en un lago profundo del cual no podría escapar.

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