lunes, noviembre 05, 2007

Concierto en piano

De qué me ha servido ser un concertista

Y tocar las estrellas con rojizas armonías

Que tratan de alabar a los dioses

Cuales quieran que sean

Pero sé que más allá, lejos

Hay alguien que trata de escuchar una canción

Un piano solitario que está en una casa abandonada.

Y con el rencor que siento mis manos tiritan

Mientras los acordes flotan en una mar de pensamientos

Aquellos pensamientos que afloran cuando el desterrado

Camina por las calles que desconoce y recuerda

Su patria, su hogar.

Al final cuando el último sonido pase

Llegará el silencio, dejaré de pensar,

Y mis manos cerraran ese piano

Saldré por la misma puerta

Que me abrió los secretos más ocultos de vivir.

Volveré a caminar por la calles,

Pensando en aquellos que me escucharon

Como si fuera un sacerdote hablando de un cristo redentor,

Las calles serán eternas, mientras los rostros que veo, me miran

Sabré en ése momento que ya debo partir,

El exilio ha terminado, porque nunca me alejé

Siempre estuve ahí, en aquel bar, en aquella esquina

Con el mismo piano de una casa abandonada.

sábado, noviembre 03, 2007

El Adiós

Diego era de la generación del cincuenta, tenía 22 años y era un joven idealista cuando ocurrió el golpe militar, y tuvo que vivir como todos los de aquella época con la resignación y la pérdida de un sueño.

A la semana del golpe vio como su familia se desarmó, los cuales eran militantes del partido comunista y de la unidad popular. Los vio alejarse y tomar distintos rumbos como él. Su madre Marcela, una noche tomó las maletas con la ropa necesaria, y se marcharon a la embajada de Francia, allá tenía dos amigas que la iban a recibir con Diego y su hijo menor Carlos. Eran alrededor de las 3 de la madrugada cuando comenzaron la travesía y mientras corrían por las oscuras calles, Diego vio como su madre se quedaba atrás junto a su hermano mejor, y como eran detenidas por un grupo de militares que hacían ronda por las embajadas con el fin de que nadie se pudiera escapar. Diego fue el único que pudo cruzar la muralla que lo separaba la libertad de la represión, y que lo separaba de su familia.

A finales de septiembre Diego ya estaba en Francia, había sido recibido por las amigas de Marcela, sin embargo, ellas no sabían nada de Marcela, ninguna llamada telefónica ni una carta. Por las noches miraba a través de la ventana mirando la ciudad de las luces, mientras recordaba la mirada triste de su madre y el llanto eterno de Carlos que no comprendía nada.

Como mucho de los exiliados en París no fue bien recibido por el circulo parisino y menos por el grupo de exiliados, y autoexiliados que creyeron ver en el gobierno de Allende el camino de la salvación y del dominio, para así llegar al poder. Pero ¿Qué hace un joven de 20 años solo en una ciudad y tan lejos de los suyos?

Al año cuando ya los recuerdos no se colaban entre los sueños y cuando ya manejaba sin mayores complicaciones el francés y algo de inglés que a veces le era necesario. Pues el grupo de chilenos exiliado lo había dejado atrás, ellos eran viejos y no eran jóvenes para emprender una lucha en cada esquina para recuperar la madre patria que le pertenece al pueblo y no a un grupo de milicos, ésta era la razón por la cual Diego no rondaba por el grupo de compañeros chilenos.

Algunas veces solía escribir en las noches cartas a Chile, sin embargo, nunca tuvo una respuesta. Nunca llegaron a su destino.

Mientras vivió en el departamento de Cristina, Diego enflaqueció más de lo que estaba, pasaba el día mirando por la ventana y fumando, era todo lo que hacía, razón por la cual Cristina le ofreció un trabajo de camarero en un café de la rue des Lombards, y con la renta que recibía pudo arrendar un pequeño departamento en los suburbios de París, en la rue de Siene.

Al salir por las noches del café, recordaba viejas canciones que cantaba y algunas conversaciones con amigos hasta el alba, mientras sacaba un cigarrillo y llegaba hasta el barranco del Pare Montsouris, allí se sentaba y lloraba y pensaba en tirarse y que su cuerpo se desarmará, y que lo encontraran muerto al otro día, pero luego pensaba en que siempre había una esperanza. Y se imaginaba a él detenido mientras su madre y hermano saltaban la muralla, y con el pasar de las horas su nostalgia disminuía hasta que el sueño se apoderaba de él.

Los domingos cuando tenía libre, iba a comer con Cristina, la cual se aseguraba cada noche de llamarlo para preguntarle si estaba bien. Siempre era la misma respuesta, estoy bien, no te preocupes tanto por mí. En el departamento de ella, era el único lugar donde se sentía cómodo, y a la vez se le preguntaba, ¿por qué no hacía amigos? O le aconsejaba que se buscara una novia o por último una puta, a lo que Diego le respondía, ¿de qué me sirve todo eso? no tengo nada, soy un extranjero en éste lugar, estoy sólo de paso en París, pienso volver a Chile cuando todo mejore.

A mediados del 75’ se dio cuenta de que las cosas en Chile no cambiarían y se resigno a vivir de sus recuerdos. Los sábados por la noche iba a un bar donde se juntaba exiliados a embriagarse y maldecir la dictadura. Una de octubre, con el alcohol en la sangre, Diego se puso furioso, y buscó algún pleito alguna palabra que lo sacara de sus cabales y comenzar a golpear para sentirse liberado, y poder así concentrar todo el odio que sentía, que había acumulado y ver en sus compañeros al milico que había detenido a su madre y hermano, cuando escuchó a un hombre que llevaba una chaqueta café, que la situación estaba mejor que en el gobierno de Allende, Diego se paró de su silla y fue hasta donde el hombre y lo cogío por el cuello con el puño levantado para golpearlo por decir semejante estupidez, ahí cuando se paró un tipo alto, que los separó y se lo llevó hasta fuera del bar y tranquilizo a Diego. A la mañana siguiente se dio cuenta que allí encontró a un amigo o algo parecido a un amigo, Max. El también había escapado a los días del golpe militar. Decía que había tenido mucha suerte porque al día siguiente de su huída fueron a allanar su casa. Max al igual que Diego vivía hablando de los recuerdos de los buenos tiempos en Chile, solía imaginarse caminar por San Antonio o Valparaíso, cuando por fin en Chile se convirtiera en el lugar donde se pudiera respirar nuevamente libertad.

El siguiente sábado Diego buscó en el bar a Max, y cuando lo encontró tuvieron una charla larga y extendida que duró hasta el amanecer en el departamento de Max, en la rue Vaneau. Diego habló de cómo había escapado de Chile y que había dejado a su familia a metros de la embajada, y como desde aquel día no sabía nada de ellos, como de tantos compañeros que había perdido en Chile, y que tal vez ya eran polvo de la tierra, Max, que lo escuchaba le dijo, tengo un amigo que tal vez te pueda ayudar a encontrarlos, mientras encendía el último cigarrillo que tenía.

En enero del 76’ Max, llegó al departamento de Diego con un dossier que había le había llegado por la mañana. Max le explicó que tenía un amigo del colegio que era militar y que con él había conseguido algo de información. Cuando lo abrió el dossier, sus ojos se inundaron de lágrimas, los tres años que había vivido en París, habían secado su cara, eliminando todo muestra de expresividad, fue la primera vez que vio alegrarse a Diego.

En febrero del 76’ compró un boleto de avión para México. Al llegar al DF, tomó un taxi que lo llevó hasta la calle Republica de Venezuela cerca del palacio de la Inquisición. Al tocar en una puerta abrió un niño, y Diego preguntó, está la Señora Marcela, el niño cerró la puerta y gritó mamá te buscan. Y en sus ojos se abrió la profunda herida de los años y lloró desconsoladamente hasta que apareció, una mujer con la cara destrozada por los años y el dolor. Ninguno se reconoció hasta que por fin estrecharon sus cuerpos y un mar de lágrimas brotó.